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09.12.2016 Críticas  
Sobrecogedora huida existencial

El Off Side del Romea acoge de nuevo el excelente montaje de uno de los textos menos representados de Conor McPherson. Josep Julien y Xicu Masó forman un tándem de altísimo nivel que siempre incluye al espectador en la que, sin duda, es una función destinada (por méritos propios) a convertirse en pieza de repertorio.

Josep Julien ha trabajado a fondo texto y personaje, algo indisociable teniendo en cuenta la naturaleza de la función. Único intérprete y traductor de la pieza de McPherson. El resultado es de una profundidad insondable y un calado multiforme y transversal. En los cerca de cuatro años que lleva representando el texto, la visión incisiva se mantiene pero la ternura se fusiona con un asertivo repertorio de tics lingüísticos y faciales. La apropiación y sentimiento de pertenencia hacia el personaje hacen que las fronteras entre él mismo y el intérprete se difuminen hasta desaparecer durante la duración de la representación.

La generosidad con la que Julien se entrega al texto y al público no parece conocer límites. Lo que en principio parecía ser un sometimiento voluntario a juicio popular termina por convertirse en una identificación total de cada espectador con el personaje. El monólogo interior que se hace visible en la medida de la capacidad expresiva del actor y que termina por unificar los ánimos de los asistentes sin estridencias. Sin fisuras ni trucos aparentes. Excepcional creación que, con el paso del tiempo, ha conseguido identificar un espacio común entre las características propias del personaje y ese lugar invisible, íntimo y privado, en el que el actor puede crecerse y moverse a sus anchas. Este detalle hace que cada función se puede leer como la creación de algo único e inaudito.

El artista se convierte en portador excepcional del texto de Conor McPherson con la ayuda de la excelente dirección de Xicu Masó. El segundo ha sabido captar y guiar a Julien a través de toda la carga existencialista del original, manteniendo la aparente ligereza en la exposición del relato y sublimando sutil y asertivamente toda la profundidad y amargura que se desprenden de la exposición de los hechos. La motivación romántica del protagonista está muy bien llevada, siempre verosímil y creíble. La traducción es capaz de mantener la épica interior de todo el conjunto y sirve el texto huyendo siempre del lugar común y de la estandarización coloquial. A pesar de todo, siempre sentiremos una aureola poética en la escucha y recepción de cada palabra, cada silencio. Las comas parecerán evocar cada respiración así como su elipsis textual, favoreciendo la catarsis final, como único antídoto posible a la asfixia del protagonista. Todos los géneros están perfectamente abordados siempre desde una clave dramática y obviando los referentes audiovisuales que podamos tener. Un logro encomiable.

El espacio actual de la representación es el idóneo para favorecer tanto la cercanía como la posibilidad de unificar la primera persona de la narración con la tercera escénica. El intérprete se moverá a sus anchas frente y tras la barra del bar del teatro. La naturalidad con la que esto sucede permite trasladarnos del Romea a un pub anónimo irlandés sin apenas esfuerzo. Nuestra imaginación volará también más allá del texto y multiplicará la entidad dramática del relato al identificar y reconocer momentos canónicos del thriller y una road play (el termino movie no procede aquí, si bien es cierto que este tipo de temáticas no se suelen tratar en teatro).

Más allá de las fechas de exhibición, EL BON LLADRE tiene cuerda para rato. No es habitual que una pieza consiga esa urgencia y necesidad de ser recibida por los espectadores como ésta. El teatro de McPherson es así. Una vez te atrapa ya no hay salida. No te suelta. Lo mismo sucede con este montaje. Sin artificios ni subterfugios nos encontramos ante una pequeña gran pieza de la que debemos sentirnos no sólo partícipes, sino también orgullosos.

Crítica realizada por Fernando Solla

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