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07.12.2016 Críticas  
Miguel Poveda, Flamenco, Poesía y Libertad

Miguel Poveda, exponente del “no eres de dónde naces sino de donde paces” pues pese a vivir en Sevilla demuestra que no hace falta ni ser sevillano ni ser andaluz para sentir y expresar el duende, dio un recital el pasado domingo en el Teatre del Liceu, una de las sedes del Festival del Mil·leni.

Un recital no solo como concierto y/o espectáculo en sí, más bien un RECITAL con todas las letras y en mayúscula. El cantaor badalonés, de aspecto más crooner con camisa de brillantes y americana, presentó su último proyecto, SONETOS Y POEMAS PARA LA LIBERTAD, una mezcla, con gusto y acierto, de poemas de Lorca, Alberti, Gil de Biedma, Quevedo o el eterno Miguel Hernández. Con éste último arrancó, su “Para la libertad” dista bastante del de Serrat pero funciona por su sobrada solvencia al cante y por la labor del elenco de grandes músicos que le acompaña, con su inseparable Joan Albert Amargós a la cabeza.

La primera parte del recital, divido en tres bien diferenciadas, tiene piezas, poéticas por supuesto, no obstante su amor a tan noble arte el la piedra angular del recital, muy orquestadas y con los tintes jazzísticos salidos de los pistones de la trompeta de David Pastor. En su apego a la poesía y al brillo intelectual de su obra, se arrancó con una pieza en catalán de Maria Mercè Marçal, “Cançó del bes sense port” de su álbum “Desglaç”, que pese a tender puentes entre un idioma y un estilo musical de marcado acento castellano podría catalogarse como el momento más flojo de la noche. Valga decir que el momento más flojo de alguien con la energía, el saber estar y las cuerdas vocales de Miguel Poveda puede fácilmente ser el mejor momento de toda la carrera de muchos de los intérpretes, cantantes o cantaores de la música española actual.

“Hay poetas que admiro, pero Lorca es el que más quiero” con esa presentación encaró “El poeta pide a su amor que le escriba” dejando, un poco, de lado potencia y energía para emocionar dulce y suavemente con su perfecta dicción andaluzada. Los versos del granadino han escrito casi tantas páginas en el mundo de la literatura como en el mundo de la música; pocos artistas se resisten a poner melodía a su obra y contados son los que consiguen una conjunción absorbente . El señor Poveda lo consigue.

También tubo su momento de recuerdo a otra figura, ésta viva, Luis Eduardo Aute con “Querido Guerra”, una carta de disculpa al cantaor y a Pedro Guerra, pieza básica en el apartado musical del disco, pidiéndoles disculpas por su incapacidad para escribirles una canción, “debo decirte que ha sido obsoleto todo intento de escribirte un soneto”.

Para terminar la primera parte Rosa Robles sube al escenario como acompañamiento para el tema más estrictamente jazzístico de la velada, si es que hay algún estilo estricto en la obra de Poveda, “Donde pongo la vida pongo el fuego”.

En la segunda parte, la más flamenca, regada de seguidillas (una preciosa dedicada a su padre), soleás o bulerías, la del arte jondo más puro, el cantaor muestra porqué es quién es, porqué pese a ser oriundo de otra tierra se le respeta tanto y porqué está en un punto de su carrera en el que puede hacer lo que quiera (como cantar en zapatillas deportivas), como quiera y cuando quiera. Con su otra extremidad, Juan Gómez “Chicuelo”, al toque y tres palmeros como única compañía canta por Triana o Lole y Manuel, poniendo los bellos de punta en su versiones de “Nuevo día” y, sobretodo, “La plazuela del tardón” y enloqueciendo a los amantes del flamenco clásico. Ese flamenco que echa abajo carreras y lanza las de unos pocos.

Dicho bloque, en comparación con el resto, fue el más corto y el único en el que se quedó quieto, sentado, más nervioso y espasmódico que sus acompañantes y mostrando a los incrédulos que no necesita trucos de su técnico de sonido (hubo gente que pensaba que su micro estaba demasiado subido a ratos) para proyectar su voz hasta la más lejana esquina del semicircular Liceu. También tubo la osadía de entonar el “Tirititran” de Camarón, que si bien al principio del tema la sensación general era “muy bien pero no es Camarón” cuando Miguel Poveda terminó a más de uno se le heló el corazón y esa sensación se convirtió en sentimiento y ese sentimiento en certeza, la certeza de que si bien el primero durará hasta el final de los tiempos el segundo, como siga así, le irá muy a la zaga. Y Chicuelo a Tomatito también.

La tercera y última parte de un recital de dos horas y media donde Miguel Poveda y sus acompañantes lo dieron todo, tenían la espinita clavada de un concierto suspendido este mismo año en la ciudad condal, se movió en territorios más copleros. “Soneto del ángel deseado”, escrita por Pedro Guerra y que dedicó a su hijo fue probablemente la canción más bonita de la noche, tanto por música como por sus connotaciones, y una de las más bonitas que servidor a tenido a bien de escuchar.

Para terminar, exhausto y feliz, volvió a por los clásicos entre los clásicos y pidió prestada del Olimpo de los genios “La leyenda del tiempo”, más orquestada a los gustos actuales, fuera bajos eléctricos y sintetizadores, como gran colofón y fin de fiesta.

Independientemente de las valoraciones de unos pocos hay que reconocer la implicación de Miguel Poveda en sus recitales, otra cosa no tendrá (que la tiene, mucha, a raudales) pero tablas, madre mía, tablas tiene para repartir y que aún le sobren. Se puede catalogar como el intérprete total, tan intérprete como cantante, tan bueno en lo uno como en lo otro que es capaz de reírse de sí mismo cuando baila flamenco; baila mal, lo sabe y se ríe de ello. Hasta podría hacer varias cosas mal, o muchas, las que quiera, pero lo que hace bien lo hace tan bien, con tanto arte y tanto amor que solo me queda decir que “quisiera ser rimador/ para que Miguel Poveda/ con su voz de trovador/ de mis versos cante hiciera”.

Crítica realizada por Manel Sánchez

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