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04.11.2016 Críticas  
Una revolución a medias

Dagoll Dagom se ha lanzado a la revolución poniendo toda la carne (y el dinero) en el asador para traer uno de los montajes más grandes que ha creado. Si bien no es un barco en movimiento, el impresionante palacio de SCARAMOUCHE nos deja con la boca abierta desde el minuto uno.

Lanzarse a crear un musical sobre SCARAMOUCHE es una arma de doble filo. Cada cual, a grandes rasgos, conoce la historia original del “Robin Hood francés”. La lucha del pobre contra el rico, de la justicia sobre la opresión, de la imposición con la resignación. Así, Dagoll Dagom, tras hablar con Albert Guinovart (idea original del espectáculo), decidieron apretarse el refajo y empuñar el florín para crear un espectáculo bien grande.

Solo entrar en el Teatro Victoria, ya se puede vislumbrar la gigante escenografía. Al bajar el telón, podemos disfrutar de su grandiosidad. Una creación que sale de los límites del escenario, tapando por completo a la orquesta (dejando solo a la vista al maestro Joan Vives), y eliminando el reconocido telón rojo del teatro por una gasa semi-transparente que se esconde bajo los pies de la primera fila de butacas. Un montaje creado para el espectáculo, puesto que la grandiosidad de la escenografía no permite disponer del telón usual. El palacio es espectacular y su utilización para cambiar del salón a los aposentos o, incluso, a los camerinos del grupo teatral italiano, es una absoluta delicia. Si en la primera parte del espectáculo es con lo que más disfrutamos, su utilización es aun más marcada y acertada en la segunda parte. Una delicia junto a todo el atrezzo que apare en escena.

Pero hay algo más que hace disfrutar de la transformación del Victoria y es el compendio de vestuario, peluquería y maquillaje. BRAVO, en mayúsculas, por ese trabajo que nos hace que nos traslademos al siglo XVII en un momento. Un vestuario cuidado al 100%, ideado al milímetro, y que parece no molestar a los actores en ningún momento en sus movimientos con los florines.

Y es que, algo que debemos alabar es el trabajo que hay detrás de la coreografía en armas. Viendo la obra uno se da cuenta del trabajo que hay detrás de ello. Aunque hay menos batallas de lo que hubiéramos esperado, no nos extraña que los actores hayan estado todo el verano aprendiendo el arte del esgrima.

Por otro lado, tras la trayectoria de Dagoll Dagom en el mundo teatral hay unas cuantas cosas del musical que nos sorprenden. A diferencia de la segunda parte del musical, la primera parte se convierte en un tedioso proceso de presentación de la historia. La diversión, dejando de lado el espectacular número musical de Mireia Mambo Bokele, se presenta exclusivamente en la segunda parte donde podemos ver multitud de matices en los actores, y la historia se vuelve más dinámica. A remarcar especialmente los fantásticos momentos cómicos de Ana San Martín en la iglesia y una inmejorable visión de la operetta de los italianos. ¡Bravo!

Por último, la partitura del musical no llega a sorprender al público. La música nos recuerda demasiado a Mar i Cel (icónico montaje de la compañía); algo que pensábamos que Guinovart evitaría a toda costa creando una partitura que lo diferenciara. Esperábamos algo más arriesgado y con desfachatez, tal como pide el musical y su personaje. Lo mismo ocurre con algunas de las canciones. La sencilla SCARAMOUCHE se queda en la mente del espectador por la alta repetición del nombre; pero si hemos de hablar de repetición, el final de la primera parte del espectáculo se lleva la palma. Algo que podríamos resumir en dos frases, llega a repetirse hasta la saciedad.

En definitiva, Dagoll Dagom crea un espectáculo impactante y divertido en mayor parte en su segundo acto. Un musical que queda encumbrado gracias a las interpretaciones, la esgrima y la deliciosa escenografía.

Crítica realizada por Norman Marsà

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